Define el
diccionario, entre otros significados, ara en el culto católico,
como losa o piedra consagrada, que suele contener reliquias de algún
santo, sobre la cual extendía el sacerdote los corporales para
celebrar la misa; también se acepta un uso general, al tomar la
parte por el todo, que el ara es el altar o mesa consagrada.
La
fotografía muestra el ara sobre la que vamos a hablar:
Se trata
de una piedra casi cúbica labrada bastamente en forma de pía
(pila) con la siguientes proporciones.
Dimensiones: 26x18x15cm
Oquedad: 15x11x6cm
Material: piedra granítica
Peso: aprox. 15 kg
Datación: indeterminada entre el siglo XII y año de 1700.
Su uso era
para contener las reliquias del santo sobre el que se erigía la
advocación de una iglesia cristiana, depositados bajo la piedra del
altar central donde se ofrecía el santo sacrificio de la eucaristía.
Como
apareció:
Hacía la
función de bebedero en un corral de gallinas en una vieja casa
priorato de la orden benedictina, transformada en casa rectoral
después de las desamortizaciones del siglo XIX.
Me llamó
la atención su tamaño y labra del cenicero central, y por el viejo
uso que había tenido el edificio sospeché sobre su origen, lo
rescaté para colocarlo en lugar noble y más digno del que tenía en
ese momento, estimando que el objeto en esos momentos ya estaba
desacralizado. Consultado al párroco del lugar me confirmó tal
punto explicándome que con motivo de la nueva liturgia implantada
por el Concilio Vaticano II (1962-65), se reformaron los altares de
las iglesias, cuando se pasó de celebrar el sacerdote la misa de
espaldas a los fieles a celebrarla ante una mesa puesta en medio del
presbiterio. Con este nuevo diseño no todos los altares soportaban
tal tamaño de “pedruscos” y en muchos casos se optó por
introducir la reliquia en una caja más pequeña tapada con una losa
sobre la mesa del nuevo altar. Algo que fue muy frecuente en muchas
pequeñas iglesias parroquiales de las aldeas de la Ribeira Sacra.
Esta pieza
en concreto tuvo una historia peculiar, pues al remover el viejo
altar y aparecer la piedra del ara, alguno de los presentes
aprovechó, la confianza de los demás para “distraerla”,
pensando, por su gran ignorancia, que dentro podía contener el
famoso tesoro de los “mouros” o algo similar. Debió llevarse
gran decepción al ver que lo único que contenía era tierra o
polvo. Ello le impulsó a su arrepentimiento y devolución de la
pieza al párroco una vez defraudada su codicia. La urna ya
desacralizada quedó arrinconada en algún lugar de la vieja
rectoral, donde no molestase mucho, hasta que alguien la vio y por su
parecido a una pía, se decidió inocentemente por darle un
nuevo uso: la colocó en el gallinero donde muchos años más tarde
la encontré.
Historia:
La
colocación de la piedra fundacional, ahora llamada la primera
piedra, de un edificio se hacía con gran ceremonia por parte de sus
futuros ocupantes. Esta fundación de la casa familiar o solariega,
los pueblos primitivos la asentaban sobre los huesos o la sangre
vertida en el sacrificio del primogénito, o con los restos de un
antepasado glorioso. Con el tiempo este rito fue sustituido por
verter la sangre de un animal, o depositar armas o distintivos de la
familia o de la tribu. Hoy en día esa vieja tradición de poner la
primera piedra, o al menos lo que resta de ella, se ha quedado en
colocar unas monedas, una placa o algún documento que haga
referencia a tal construcción, con la fecha, los motivos y los
nombres de los patrocinadores del edificio.
A la vista
de estas costumbres, podíamos pensar que la primitiva Iglesia
mantenía este ritual en la erección de un templo siguiendo esa
antigua tradición de colocar la primera piedra de un edificio sobre
algo simbólico de la tribu como un fundamento sólido y de buen
augur para la duración y buen fin de la construcción. Pero si las
causas, digamos, mitológicas pudieran ser las que hemos dicho de un
sacrificio ritual a los dioses del lugar o de la tribu, la
arqueología litúrgica nos habla de otro significado más profundo a
partir de una tradición que se fue consolidando hasta hacerlo
extensiva a todas las iglesias del orbe católico. Es decir la
tradición de celebrar la asamblea de los fieles –recordad que
iglesia viene del griego ἐκκλησία, ecclesia que
significa asamblea- sobre las reliquias de los santos.
La cosa
empezó cuando comenzaron a tener problemas los hermanos de las
primeras comunidades cristianas para celebrar sus reuniones donde
compartir la Palabra y la Cena de Acción de Gracias, entonces
hubieron de esconderse en las catacumbas, o en cuevas o lugares
apartados para celebrar sus cultos y enterrar a sus muertos. En esos
lugares la mesa para celebrar la misa solía ser un sarcófago, un
túmulo funerario o el arcosolio de un nicho, únicos elementos que
había en tales sitios secretos. En el Museo Arqueológico de
Cartagena, edificado sobre una necrópolis paleocristiana, el
visitante puede ver las antiguas tumbas algunas de ellas preparadas
para la celebración litúrgica o incluso tener una comida o un ágape
familiar sobre la sepultura de un pariente o amigo. Se hace evidente
que existía una común-unión entre los vivos y los muertos; si se
cree en la resurrección eso tiene un gran significado que se va
haciendo cuerpo en la doctrina que se imparte a los nuevos
catecúmenos: todos son miembros de la Iglesia, todos los fieles son
piedras sillares del templo espiritual que se está constituyendo.
Las reliquias, es decir los restos de esos hermanos muertos, tienen
un gran valor para la comunidad, máxime si el difunto ha llevado una
vida ejemplar, o la más alta consideración si ha sido mártir por
la causa de Jesucristo.
En el
siglo IV, cuando las cosas cambian con los edictos de Constantino o
de Teodosio a favor de los cristianos, al pasar a ocupar para el
culto católico las basílicas y templos paganos, ya no se puede
tener a todos los muertos alrededor como ocurría antes en la iglesia
oculta, así que se traen los restos de uno, el más significativo de
aquella comunidad, los cuales se colocan en su urna justo bajo la
mesa donde se va a celebrar la misa como lo habían hecho hasta
entonces. Además, los fieles que se van muriendo, ahora quieren ser
enterrados cerca del altar para seguir en comunión con los fieles
vivos. Pues la Iglesia les ha ido enseñando que el hombre se compone
de un cuerpo con vida e inteligencia mortal y un alma inmortal. Por
tanto unos y otros pueden participar, aunque de forma distinta, del
misterio de compartir la presencia de la divinidad.
El II
Concilio de Nicea, el de la cuestión iconoclasta, del año 787, ya
declara que todas las iglesias que se edifiquen en el momento de su
consagración el obispo debe poner unas reliquias santas bajo la losa
del altar central, preferentemente las del santo al que se pone bajo
su advocación la nueva iglesia. Esto va a traer una fuerte demanda
de reliquias y por consiguiente un importante comercio con ellas.
Los siglos
IX y X son muy provechosos para esta actividad religioso-lucrativa,
ya que las cruzadas y el saqueo de numerosas iglesias orientales y la
llegada a Tierra Santa, va a dar pie a interesantes adquisiciones,
entre ellas las más famosas Vera Cruces que empiezan a invadir
occidente, clavos de Cristo, lanzas de Longinos y una ingente
cantidad de objetos y restos que llegan a convertirse en el
descrédito de tan pía tradición y significado, al presentar como
reliquias objetos tales como: Leche de la Virgen, el prepucio de
Cristo, o la muela de santa Apolonia. La Reforma de Lutero, Calvino y
otros protestantes pondrán en entredicho tanta falsedad y tal
pérdida de significado, rechazando la costumbre y el uso de las
reliquias como incitación al paganismo y la idolatría. Por su
parte, la Contrarreforma de Trento (1525-63) pondrá orden en todo
esto, o al menos trató de hacerlo, constituyendo las credenciales
para certificar la autenticidad de tal reliquia, o considerando
reliquias de primera: aquellas que son parte del cuerpo del santo;
las de segunda que son los objetos que han pertenecido a esa persona
como ropas, rosarios, misales, los instrumentos de su tortura; y por
último las de tercera que son aquellos objetos que han estado en
contacto con el santo, como la tierra de su sepultura, la casa donde
vivió, o el altar sobre el que decía misa. En este sentido no se
descarta que toda la tierra del antiguo Israel sea susceptible de ser
Santa, incluidas las aguas del rio Jordán, o los olivos de Huerto de
los Olivos donde la Tradición coloca a Jesucristo orando.
Así que
la muestra de reliquias va desde un humilde puñado de tierra traída
de un lugar santo sobre la cual se celebrará la misa en una humilde
parroquia, hasta los propios restos del apóstol Pedro, bajo el
lujoso baldaquín de Bernini en la iglesia de San Pedro de Roma.
Las
reliquias se convertirán en un atractivo para atraer peregrinos, lo
que representa fieles y por tanto ingresos y donativos. Santiago de
Galicia será uno de estos puntos de atracción en busca de unas
santas reliquias sobre las que se edifica una iglesia, una ciudad y
un camino universal. Muchos conventos, iglesias, catedrales ansían
tener una pieza de reliquia que llame la atención, poseerla es la
clave del prestigio de un lugar. Con esto comienza el espectáculo y
la carrera por hacerse con reliquias de todo tipo y jaez, papas,
cardenales, reyes, señores y todo aquel que pueda se lanza a
conseguir su resto santo. La afición o deseo de estas piezas va
mover entre el siglo X y el XVIII una de las inversiones más
lucrativas: entendiendo por lucrativa en su doble ganancia: para unas
bienintencionadas y piadosas personas tener en su poder reliquias les
daba garantía de salvación a través de la capacidad de mediación
del santo despojado, y para otras como vendedores, traficantes y
artesanos capaces de construir relicarios- joya de todo tipo con
riquísimos materiales por los cuales obtenían un claro beneficio
económico. No hay nada como acudir al museo de Arte Sacro de las
Madres Clarisas de Monforte para descubrir en la colección de
reliquias de don Pedro Fernández de Castro y doña Catalina de
Zuñiga, VII condes de Lemos, cuanto de cierto hay en esto que digo,
por tratarse de una de las mejores colecciones de reliquias de la
Europa Católica. Cualquiera puede comprobar in situ las maravillas
artísticas en las que se decoraban estos restos sacros: relicarios,
portapaces, bustos, sagrarios, urnas, arcas, joyeros donde
primorosamente se ocultan un sin número de restos óseos, mechones
de cabellos, trozos de tela y un largo etcétera de singulares
piezas.
El objeto
de nuestro estudio de hoy, una sencilla ara de piedra, no es más que
una minucia en ese mundo de lo sagrado que acabó profano en manos de
ávidos coleccionistas. Todo un muestrario de cenizas y restos
macabros de una religiosidad desviada, más cerca del fetichismo y no
exenta de una cierta necrofagia. Una desviación casi patológica por
su desmesura, tan ajena a aquel sentido de lo santo donde vivos y
muertos compartían la esperanza de una resurrección de sus cuerpos
al final de los tiempos. Presumo que era porque aquellos primeros
cristianos tenían una profunda creencia en el alma inmortal, algo
que en estos tiempos se diluye, en un extraño palimpsesto de
inteligencia, psique y espíritu combinados con algunos elementos
químicos. Por eso si en estos tiempos alguien está bajo de
ánimo-ánima, algo depresivo, se le da “prozac”, o sodio, o
potasio y “tira palante”, y a vivir que son dos días. Porque….
Pienso que como cada vez creemos menos en el alma el mundo se nos
está llenando de desalmados.
Francisco de Guyande, 2014.
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